Written by: Especiales

La leyenda de Ibn Marwân para conocer el origen de Al-Mossassa

Abd al-Rahman ibn Muhámmad ibn Marwân ibn Yunus al-Yiliqi al-Maridi tenía, como otros muchos personajes de su época, el siglo IX, un nombre demasiado largo. Pero la gente le conocía, simplemente, como Ibn Marwân al-Yiliqi; es decir, «el hijo de Marwân el gallego», que resultaba mucho más fácil de memorizar. Y es que, ciertamente, un gallego, procedente del norte, de la Hispania cristiana, fue el padre de Ibn Marwân, un muladí –converso al islam– que se instaló en Mérida y terminó siendo nombrado walí –gobernador– de Mérida por el propio emir omeya Muhámmad i de Córdoba, a la sazón capital de Al-Andalus.

  

Ibn Marwân no tardó mucho en destacar por su inteligencia, su valentía y su astucia, tanto en el campo de batalla como en la política, convirtiéndose en capitán de la guardia real del emir omeya. Pero tanta brillantez no pasa desapercibida, y suele atraer las envidias, suspicacias y aversiones de aquéllos que temen perder sus privilegios. Así fue cómo Hassín, háyib –primer ministro– del emir, la tomó con él, al punto que, un día, hallándose los dos en una junta de visires, Hassín aprovechó su superior rango para insultar y abofetear a Ibn Marwân diciéndole «Vales menos que un perro», lo cual constituye un grave insulto en el mundo islámico.

Esta afrenta llevó a Ibn Marwân a regresar a Extremadura y a convertirse en un dolor de cabeza para el que antes había sido su señor, Muhámmad i, pues terminaría levantándose contra los ejércitos cordobeses y convirtiéndose en señor del curso medio y bajo del río Guadiana y del sur del actual Portugal.

Pero, más allá del personaje histórico de Ibn Marwân, durante siglos, se ha transmitido de generación en generación una leyenda en torno a él y a sus amores con Judith, la hija de un acaudalado mercader judío de la ciudad. Según la leyenda, ambos amantes se conocieron en una fiesta. Judith era una joven de extremada belleza, de ojos esmeralda y larga cabellera azabache, de carácter rebelde e independiente, dotada de una aguda inteligencia natural. Claro está que una mujer de tales cualidades no pasó desapercibida para el joven líder llegado de Córdoba; ni él tampoco le pasó desapercibido a ella pues, a su carisma y prestigio, se unía la gran estatura y la complexión atlética de Ibn Marwân, y la piel dorada que las muchas horas de sol en los montes daban a los guerreros de la época.

Como no podía ser de otro modo, no tardaron en declararse su amor. No obstante, habida cuenta de las estrictas normas morales del siglo en lo relativo a las relaciones entre jóvenes de distintas religiones, no tuvieron más remedio que organizar sus encuentros a escondidas, al abrigo comprensivo de las estrellas y, claro está, con la complicidad y la ayuda de las sirvientas que atendían a Judith. Pero, necesariamente, los dulces encuentros secretos terminaron por levantar las sospechas del rico mercader hebreo que, recabando la ayuda de sus sirvientes de mayor confianza, hizo que siguieran a Judith y le contaran después lo que hubiese acaecido.

Una vez al descubierto su amor, Judith tuvo que sufrir el acoso inclemente de su padre, que le prohibió volver a ver al apuesto Ibn Marwân y, ante la negativa de ella a dejar de verlo, la encerró en la estancia más alta de su palacio, uno de los más elevados de la ciudad. No contento con eso, el mercader fue a exigir a las autoridades de Mérida que ordenaran al capitán de sus ejércitos que dejara de ver a su hija, y eso hicieron los gobernantes, pues temían el poder económico y las influencias del mercader. Pero Ibn Marwân se negó a obedecer, aun ante la amenaza de destituirle como capitán de los ejércitos musulmanes de la capital.

No viendo otra alternativa, Ibn Marwân reunió a sus guerreros más fieros y leales, les explicó la situación y les preguntó si estarían dispuestos a seguirle. Ninguno de ellos le dejó en la estacada, de modo que prepararon un plan y, pocos días después, liberaban a Judith de la alta estancia del palacio de su padre y partían todos juntos en su huida. Esto ocurría, según se cree, en el año 875 e.c. El grupo de rebeldes encontró una aldea en un cerro junto al río Wadî Ana –el actual Guadiana–, un lugar adecuado donde refugiarse, a algo menos de doce leguas de Mérida; y allí acudieron otros partidarios de Ibn Marwân con sus familias para construir la que, con los años, sería la ciudad de Batalyaws, la actual Badajoz.

Con el tiempo, los rebeldes construirían una alcazaba con una alta torre, y amurallarían la ciudad, habilitando en su interior viviendas y mercados, jardines, baños públicos, fuentes y albercas, e incluso sobrios palacios. Y, cómo no, mezquitas, sinagogas e iglesias, para que sus habitantes, fuera cual fuera su religión, se sintieran libres de practicarla sin temor a represalias, sin tener que sufrir siquiera el rechazo social. ¿Cómo iba a ser de otro modo, cuando el señor de la ciudad era un musulmán de ascendencia cristiana y la señora era judía?

Durante algún tiempo perdido en la historia, en el occidente del Mediterráneo, las tres religiones del libro, enfrentadas siempre, entregadas a la masacre y el saqueo durante milenios, pudieron convivir y prosperar juntas desde el respeto mutuo y la tolerancia por las creencias ajenas. Si esto pudo hacerse en el siglo IX e.c. a través del amor, también podría hacerse ahora a través de la compasión y la comprensión.

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