Se cumplen 20 años de 11-S. 7300 días desde que la maldad humana, jamás ficcionada recurrió al pavor, con el desagüe del fundamentalismo por medio, arrancando cerca de 3000 vidas y un ola de pánico en el anverso de la humanidad. Recordar el origen de toda esta masacre supone remontarse a inmemoriales cagadas de caballo de Gengis Kan y Alejandro Magno, esparcidas por tierras insurgentes y colonialismos de supremacía del primer mundo con barras y estrellas. Para ello ya hay miles de documentos, datos, libros, películas, balazos, asesinatos y bombas pegadas a la cintura que corroboran y conforman el albarán de esta apoplejía social.
Nos centramos en el 11-S, en historias humanas de gente humanamente cercenadas, víctimas a las que ponerles un ramo de flores a través de palabras tecleadas una veintena de años después. El recuerdo de saber dónde estabas, qué estabas haciendo en ese momento, qué era todo aquello que veíamos en la tele espantados, se difumina en el recuerdo del colectivo. Ellos, los fallecidos, los asesinados, son la memoria de ese odio al que sólo pueden llegar desalmados faltos de integridad, yermos de moral y repletos de putrefacción.
Pakopí, en ese viaje con Plata y Plomo, y con sus versículos fotográficos en esa sección acompañada por Oto Marabel, llegó a tocar la tierra que los holandeses, el 4 de Mayo de 1626, compraron a los indios por 24 dólares, la isla de Manhattan. Memorial del 11-S, Torres gemelas extintas y las fotos del Nueva York de Pakopí.
Retratos de inocentes a los que la vida les deparó la muerte. No hay que darles más vueltas, vidas sesgadas por la fatalidad de estar en ese preciso momento, de confiar en la especie humana, y que debemos seguir haciéndolo, a pesar de estar rodeados de escoria. Breves retratos de víctimas que eran pasajeros de los aviones secuestrados, trabajadores que estaban en las Torres del World Trade Center, funcionarios del Pentágono o ciudadanos y turistas que transitaban por ese distrito. Amigas que toman diferentes aviones para ir a Disney World y tener la fatalidad de ser los dos aviones estrellados en ambas torres, bomberos de permiso que fueron a auxiliar y se quedaron en los escombros, esposa que ve salvar la vida de su marido de la planta 78 de laTorre Sur y presenciar la muerte de su hermano que iba en ese mismo avión, trabajadores que sólo soñaban con currar en camiones de helados para niños, personas que querían envejecer juntos pero que su último mensaje fue “dale un beso a las niñas, os quiero, te quiero”.
Rubén Correa tenía tres hijas. Era bombero.
El único lugar que le gustaba más a este gran ex marine que su parque de bomberos era su casa. Escatimó y ahorró, e incluso vendió su coche para conseguir el dinero suficiente para mudarse con su mujer, Susan, y sus tres hijas a su propia casa en Staten Island hace dos años. El viaje al Upper West Side era largo, pero las niñas podían dejar sus bicicletas en la entrada. Él dejó su vida aparcada en el la torre sur del World Trade Center.
Darren C. Bohan. Tocar el banjo
Como muchos neoyorquinos, Darren Bohan era más de lo que parecía. De día era un trabajador temporal y durante los últimos meses ya trabajaba en la planta 102 del World Trade Center, donde hacía números para Aon Corporation. Pero Bohan hubiera preferido tocar un banjo o rasguear su guitarra, tocando con sus amigos hasta altas horas de la noche.
Alison Kelley, su novia, dijo que esperaba convertir su talento musical en un trabajo a tiempo completo, quizás como profesor de música en una escuela pública. «La música era muy importante para él», decía. Kelley, que también tocaba el banjo, pasaba muchas horas tocando con Bohan. Su repertorio abarcaba desde baladas irlandesas hasta canciones del grupo de rock Kiss o música de raíz americana del siglo XIX. «Tocábamos casi cualquier cosa», comentaba Kelley. Los dos eran inseparables desde que se conocieron en una improvisación musical en Brooklyn hace siete meses. Bohan, de 34 años, trataba de no quejarse demasiado de su trabajo diario, aunque no le entusiasmaba estar trabajando a 102 plantas del suelo. «No le gustaba estar a una altura tan poco natural, en un lugar en el que ya había ocurrido algo terrible», dijo. «Pero intentaba decir a la gente que era una vista bonita».
Jeffrey Giordano. Su día libre
El querido padrastro de su mujer, que se aferraba a la vida en el centro de quemados del Hospital de Nueva York, hizo que Jeffrey Giordano prometiera convertirse en bombero. Y así pasó 14 años en la compañía Ladder 3 del East Village, donde fue condecorado por su valentía una primavera tras rescatar a una mujer de un apartamento en llamas. El bombero Giordano, de 45 años, también se convirtió en un devoto amigo del centro de quemados, al que acuden adultos y niños para curarse y donde trabajaba su mujer, Marie. Llevaba helados a los niños de allí y recaudaba sin cesar dinero para la Fundación del Centro de Quemados de los Bomberos de Nueva York.
Los fines de semana, Giordano cargaba su furgoneta con camisetas para venderlas en las conferencias de bomberos, y a menudo se llevaba a sus hijos -Victoria, de 12 años; Nick, de 9; y Alexandra, de 6-. Eso también era para la fundación. Él y su mujer se conocieron cuando él tenía 15 años y ella 13. «Echo de menos que me rodee con sus brazos», dijo la señora Giordano. «Pensé que envejeceríamos juntos». El 22 de enero, el hospital abrió una sala de juegos para niños en el centro de quemados. Lleva el nombre Giordano, que acudió al World Trade Center en el coche del jefe del batallón el 11 de septiembre, a pesar de que era su día libre.
Scott Hazelcorn. Sueño de un camión de helados
En el funeral de Scott Hazelcorn, su padre se enteró de que había al menos una docena de personas que consideraban a su hijo su mejor amigo. Esto no era el resultado de la duplicidad, dijo Charles Hazelcorn, sino más bien una función del corazón abierto de Scott y su carácter alegre. Cada uno de los panegiristas lo expresó de forma diferente: tu problema era su problema; hacía que cada persona sintiera que era la única en la sala; enseñaba a la gente a abrazarse; era el que hacía que el trabajo fuera divertido. «Nadie disfrutaba más de la vida, desde que se levantaba hasta que se iba a dormir», decía su padre. Y para ello estaban las «Reglas de Haz», que incluían poner la radio del reloj en una emisora en español, que él no entendía, para no tener que empezar el día escuchando malas noticias.
Hazelcorn, de 29 años, era operador de bonos del tesoro a largo plazo en Cantor Fitzgerald; su novia, Amy Callahan, era profesora de educación especial. La pareja tenía planes para un campamento de verano para niños necesitados. Scott decía a menudo a sus padres que quería comprar un camión de helados, para poder oír los chillidos de los niños todo el día. Cuando Cantor Fitzgerald escindió una empresa llamada eSpeed, que permitía a los clientes hacer sus propias operaciones, el grupo de trabajo de Hazelcorn se redujo de 30 a 4. En unos meses, iba a desaparecer por completo, dijo su padre. Para su hijo, eso era una buena noticia: entre los aumentos anuales, las primas y las opciones sobre acciones en eSpeed, tenía previsto comprar ese camión de helados.
Paige Farley Hackel y Ruth McCourt. Llevar a la pequeña Juliana a Disneylandia
Eran las mejores amigas, cercanas como hermanas, y se dirigían a California. Paige Farley-Hackel y Ruth McCourt iban a volar juntas desde Boston en el vuelo 175 de United Airlines, pero cuando Farley-Hackel se dio cuenta de que podía utilizar las millas de viajero frecuente, sacó un billete para el vuelo 11 de American Airlines. McCourt, que volaba con su hija de 4 años, Juliana, y Farley-Hackel se despidieron en las primeras horas de la mañana en el aeropuerto internacional Logan de Boston el 11 de septiembre, y embarcaron en sus aviones.
Las mujeres habían planeado reunirse en Los Ángeles y llevar a Juliana a Disneylandia. El avión de Farley-Hackel fue secuestrado y se estrelló contra la torre norte del World Trade Center. El vuelo de McCourt y Juliana, también secuestrado, se estrelló contra la torre sur poco después.
La madre y la hija habrían sido una pareja llamativa sentadas juntas, dijo la madre de McCourt, Paula Clifford Scott, con el largo pelo rojo de McCourt y los mechones rubios de Juliana. Sólo tenía 4 años, pero Juliana, apodada Miss J, ya mostraba un pequeño sentido del ingenio.
Willy López / Documentación: Memorial 11-S de NYC, The New York Times, El diario de Nueva York, The Boston Globe, documental 11S: Testigos de la tragedia y Obituarios de los Estados Unidos / Fotografía. Pakopí