Desde la última butaca del anfiteatro alguien pedía más volumen. Un grito quejumbroso y embuchado por la desesperación de no entender una puesta en escena elegante, sutil y silenciosa. Silente, mudo, sigiloso, prudente discreto, quizá un eco y una afasia musical. Esa fue la respuesta. A falta de ruido y entrevista, un enorme concierto que engrandece la figura del músico uruguayo. Pongamos que hablo de Drexler. Desde arriba se pedía rumor, desde la primera fila de butacas del Teatro López de Ayala una explicación al péndulo de Newton. De la energía y movimiento de las bolas salen las notas de una canción y todo se transforma. Colisiones secas, tac tac tac y público emocionado. Energía y movimiento para una ecuación perfecta; la luz, esa de los fotógrafos, esa del cine al que le hizo soñar con una guitarra y vos. Jorge Drexler estuvo arropado, calor irradio por bombillas incandescentes a golpe de versos, puso en olvido el frío que padeció Leonor Watling meses antes. Dialéctica de Drexler para decir cosas simples, algo difícil, en el momento adecuado, un olvido enfermizo al que estamos abocados en el desenfreno actual. De ahí grandes milongas, recuerdos de un médico de provincias, una playa en el sur del mundo y un profesor de guitarra de enseñanza soviética, un enorme poster de Lenin y varias grappas para calentar el alma.
La boca de Drexler se convierte en el altavoz apretado de Uruguay, morros dispuestos a balbucear las influencias ejercidas por la presión que ejercen los cachetes de Brasil y Argentina. Las referencias son constantes, Uruguay está muy cerca de Brasil y yo hablo portugués sólo de cantarlo y de viajar por Brasil. Como ya dijo hace años, la melancolía de Caetano Veloso es endógena, no puede curarse. ‘Lágrima clara en piel oscura’.
Nostalgia de gauchos y bahianos para saborear un tango y una milonga, esa del moro judío que vive con los cristianos. Y una canción que cambió su vida “Chega de saudade”, de Vinícius de Moraes y Tom Jobim, la versión de João Gilberto, susurra con deje charrúa antes de tararearla.
Y a capela, la canción cubierta del oro de los Oscar destinada a los que están cubiertos de barro, el otro lado del río. Sin guitarra, sólo su voz, en memoria de la no actuación en la gala de los premios.
Chico Buarque escribió una canción a Budapest sin haber estado nunca allí, se enamoró del húngaro y la convirtió en una ciudad difusa con neblina desde el periscopio de un compositor. Jorge necesita sentir lo que compone, tocar lo que escribe y acariciar lo que canta, enamorados por la saudade de los milongueros, ambos se solaparon en el concierto del uruguayo…Pizza Italiana alimenta italianos en Italia, niños iraquíes huidos de, La guerra no obtienen visa en el consulado americano de Egipto… Desde el faro de la Paloma hasta el escenario de un teatro en Badajoz. Nuestro pequeño, resilente y silente Disneylandia cultural. Linda noche.
Texto. Willy López | Fotografía. Félix Méndez