Ahora que llueve abatimiento, y que llueve fino y landeriano, ahora que ya se sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no del todo inocentes, ahora que pega el viento en la puerta, toc, toc, toc, impasible revoleras de virulentos soplidos, ahora que las novelas son esos ladrillos atiborrados de palabras tristes, ahora que la casa, maldito Cortázar, está realmente tomada, y ya no nos gusta porque ni aparte de espaciosa y antigua tampoco guarda los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia, ahora que es más duro escribir, relatar, tomar posesión de tu propia casa, es el momento de mirar por la ventana, vistas en blanco y negro, de un desangelado pueblo perdido en el mapa, desde un motel disipado de un Robert Frank cualquiera.
Es hora de diseccionar la película de nuestras vidas, hacer el papel de tipo duro del hampa y dejar que nadie, absolutamente nadie entre en nuestro apartamento, ni aunque te lo pida el jefe.
Los relatos de los redactores y los fotógrafos cumplen con lo exigido por la situación, por el confinamiento esencial de la salud de todos y por los pagos de las cuotas universales del autónomo de unos pocos. Llegan las fotos wetransferidamente y siento un pinchazo, un picotazo real, nada de emocional, Berta solicita mimos, recibimos los impactos juntos. Los ojos del perro de tu fotógrafo se han ido haciendo cada vez más tristes, sus instantáneas más reducidas, un estrecho límite de luz que se ha quedado en el soslayo de la persiana, la vecina de enfrente es un guion de Hitchcock, el tiempo que, desquiciado el galgo, aprovecha para machacar sus patas, sabedor de su pase pernocta, toc, toc, toc, las puertas se abren, da igual el viento, la lluvia.
El yonki no repara en Covid 19, no frena su mono, el fotógrafo enclaustra su cámara, silencia la imagen pero busca y talla color, macera sus sentimientos, sé que ha llorado, a moco tendido, lo hace siempre que las emociones obligan a soltar lagrimones del tamaño de las gotas de un día de lluvia, de esos días que llueve abatimiento.
Los padres del arquitecto extremeño que vive en China aplauden hasta hacerse sangre, miedo, impotencia y planos por dibujar. Las calles echan de menos las suelas de las personas, los chicles escupidos de niños recién salidos del cole. Otro pinchazo, otro dolor, no emocional, Valeria se ha caído mientras bailaba, una espectadora más para nuestro carrusel fotográfico.
Es duro recorrer la ciudad, las emociones, las sensaciones de un barrio, de un pueblo, de una ciudad, sin combatirlas juntos, trabajar a cuatrocientos kilómetros de tu hermana que se está jugando el pellejo para cuidar de todos, a novecientos metros de distancia de tus ojos periodísticos, a seiscientos metros del beso de tu madre, a doscientos metros de los abrazos de tus amigos, a un minuto de la calmosa y elegante esencia de tu pareja, y un paso de ganar por puntos a Sugar Ray Robinson, a un palmo de tirar a la lona al mismísimo Jake la Motta, ganar por puntos al maldito virus, que han tomado nuestras vidas por unos cuantos rounds.
Willy López / Félix Méndez