Cuando toca escribir de Cultura en estos tiempos, a uno se le encoge el alma, las sensaciones vacilan y los dedos, los encargados últimos de pulsar las teclas que redactan el artículo, se paralizan o destensan dependiendo del estado anímico. Borrar las letras que componen la palabra cultura del teclado se antoja una empresa complicada, y ponerle mascarilla a la pantalla ciega nuestros deseos de pronta mejora.
Para todos aquellos que han sufrido, que sufren y sufrirán, sentir el eco de una obra de Teatro en el romano de Mérida, supone un hálito al que agarrase, fundirse con las Parcas en un hilo que aún no sabemos lo puñeteramente fino que es.
Ver cortometrajes, casi pasa a un segundo plano, ver trozos de buenas historias con el MEIAC como el cuadro estrella al que embelesar, componen un mosaico de destreza emocional donde evadirse algunos minutos, cobra tintes de ciencia ficción.
Si escuchamos a Gene en un pueblito de nuestra tierra, si Pedro Calero toca el piano con más emoción que nunca o si sentimos que el rock, el pop, el punk, la clásica, el jazz avivan las pequeñas pavesas musicales que aún resuenan, no está todo perdido.
Escuchar en una noche de verano, de estas que nos abofetea con temperaturas leviatánicas, el susurro de un beso en la gran pantalla, nos hace olvidar que a pocos metros, en salas de hospitales, y como dice un amigo, el cine se convierte en una verdadera vida de repuesto. Mucho metraje para todos.