En el aeropuerto extremeño aterrizan y despegan aviones. Regla fundamental para ser un aeropuerto. Algunos cumplen un régimen arrendado de aerolíneas regulares ida y vuelta previo pago de billete, tasas y maletas low cost. Otros aviones se dedican a pintar el cielo azul eléctrico de nuestra tierra, trazan líneas de algodón con destinos top gun y maniobras de vuelo con el sello del ejército de aire. De éstos no sabemos los horarios, sólo sabemos que decolan a manos de pilotos instruidos y que el sonido de sus motores ya no asustan a los tomates de Talavera. Algunos aviones son privados, y como tales, privadamente deciden el flujo de su queroseno. Vienen cargadas de caballos de raza dispuestos a pisar campos de jara. Competiciones de verde tactel y protocolo con jamón halal. De otros aviones sabemos los horarios, los que realizan las tropas españolas, y lo sabemos por las madres, hermanos, hijos, padres, tíos, novios, novias y amigos que esperan en la base del ejército del aire. De los que esperan, la mitad se emociona, la otra llora, que viene a ser lo mismo. De ese avión también baja un fotógrafo, al que también le esperan emociones y…espera, necesita terminar el trabajo…retratar el polvo de Botoa de una madre en un beso con aroma africano de su hijo. Trabajo bien hecho, deber cumplido.
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