Alguna vez, juego a sentirme libre. Imagino que mi moto es un caballo y que yo soy un solitario fojarido salvaje al oeste del río Pecos, escapado de un western de Sam Peckinpah. En el pasado, cometí algunos errores que me llevaron a tener que huir de la justicia y tengo que cruzar la frontera. Territorio tan movedizo habitado por ganadores y gringos perdedores como yo. De lo que en realidad huyo es de mi mismo, de la lucha entre la libertad individual y la vida en global, dos caras de una misma moneda. Una es transitoria, incansable y solitaria y hay un predicador borracho que amenaza con el infierno. La otra es colectiva, en busca de una familia, arraigo y un lugar en donde el corazón habite. Los fieles inician un desfile cantando por las calles.
Siempre hay bares de la frontera, donde alguaciles y atracadores comparten caracoles y bifanas, en un pacto consentido que solo existe aquí y ahora. Es ahí donde suelo reunirme con el resto de la banda, algunos nos nombran “Los Canallas”, todos atrapados irremediablemente en un mismo destino, todos en busca de un tiempo perdido, todos traicionados y con heridas abiertas en fuego, todos redimidos por románticos. Comemos y bebemos y a veces, también cabalgamos juntos, armados con nuestras cámaras a la cintura y siempre entre risas y ocasionalmente entre llantos, disparamos a mansalva. En un temblor de sinceridad, os diría que es una historia de amor entre hombres. Vamos sin rumbo fijo, nos paramos delante de unos chamacos que torturan a un escorpión dándoselo de comer a las hormigas. Si se mueve, mátalo dijo el anarcopoeta.
Pero quizá porque estamos atrapados en nuestras propias vidas, y no sabemos hacer otra cosa, o quizá porque solo la auténtica revolución se puede hacer con posturas individuales, o quizá porque estamos tejidos de nuestros propios sueños, retornamos implacables a la soledad en el camino.
Persisto en perseguir no se muy bien el qué, se nota el calor, se nota el sueño, se nota el tiempo. Lo primero que sentí fue la mirada fascinante de la niña, que me llevó a soñar con volver a ser niño. Tras una fastuosa barba de esas que tienen otro color por el centro de tanto fumar y escupir, resoplaba el patriarca. Tras recuperar el aliento fui descubriendo en sus rostros mestizos del desierto, el sentimiento de purificación que parece predecir al sacrificio. Héroes épicos marginales, sabedores del final de una manera de vivir que es la única que conocen.
Algunos, en principio, me miraban con desprecio, como se mira a los cazarecompensas. Eran los guardianes de los elementos que no se pueden alterar, porque están dentro sólo de su condición humana, inherentes a su raza. No me amilané y aguanté su mirada. Algunos torpes gestos bastaron para que entendieran mi fascinación hacia ellos y que toda esta épica debería ser contada para perdurar en la memoria. Será en forma de quejido, como un grito orgulloso, como una especie de balada de piel roja.
Vamos?.
Porqué no, dijo.
Pkp
«ME encanta como todo lo qu haces»